DESASTRES NATURALES...
"Desastres naturales desde que me mudé
- Inundación a las orillas del Bravo
- La peor sequía de la historia
- Huracán (olvidé el nombre)
- Militares disparando por las calles
- Un jefe del Narco muerto"
Alberto García Saavedra
Podría ser la crónica de un profesional en la materia. El diario de quien a la vez que gestiona los riesgos también los padece. Sería capaz de poner los pelos de punta. Lo normal es que se los ponga a quien los padece y le haga bostezas en el despacho a quien se reúne con otros cuántos a discutir de meras declaraciones de intenciones, chismes, cuestiones privadas que nada tienen que ver con atender una emergencia o capacitar para prevenir, planes de contingencias carentes de operatividad porque son rubricados por quienes ejercer una función directiva pero no tienen ni la más remota idea de lo que es la gestión de riesgos... y así un sinfín de quebraderos de cabeza.
Gestionar riesgos no consiste en señalar los inconvenientes estéticos o plásticos de una determinada mascota que pretende ser el humilde testigo de una determinada iniciativa para concientizar y sensibilizar. Tampoco es pretender dedicar plata para otros fines no previstos en el proyecto o en caso de tener dispensa para ello no justificarlo. Y ese tipo de prácticas suelen ser usuales, por no decir parte de nuestro día a día.
Gran parte de la Gestión de Riesgos se pierde en el discurso. Se desorienta por el camino que transcurre desde que subvencionan con fondos públicos (nacionales o del extranjero) hasta que efectivamente se aplica allí donde surge la necesidad. Y se pierde no porque el discurso sea malo. Todo lo contrario. Los discursos siempre están provistos de optimismo y buena voluntad. Lo malo son las bocas de quienes salen intenciones tan humanitarias, loables, éticas y responsables. Y ponen la excusa de que es una simple cuestión de imagen. Parece que "se hace el bien" cuando detrás de esa expresión no hay más que retórica. Mucha paja y poco pecho.
Para gestionar el riesgo hay que llegar hasta las propias gentes. Aquellas de cuya boca surge esta suerte de diario. Las que se acaban de mudar. Las que no quieren trasladar su vivienda lejos de la ribera porque siguen unas costumbres ascentrales, tanto en términos de fertilidad de las tierras ribereñas como a que llevan allí más generaciones que Matusalen. Una simple cuestión de reubicación con el que desarrollar el concepto de resiliencia, ese que consiste en un mejor afrontamiento del futuro riesgo que no ha de pasar de una simple amenaza presente. O de quien tiene la oportunidad de ejercer como docente en una institución educativa, a un cuarto de hora de que, en caso de que un volcán presuntamente activo vuelva a erupcionar pasé, una extensa mancha de lodo lo arrase todo, sin contar con los lahares, las cenizas o la incredulidad de la propia población civil. Y uno se da cuenta ante la propia brevedad del plan de contingencias y ante la inestimable oportunidad que se le presenta para inculcar a sus alumnos la importancia de una cultura en Gestión de Riesgos.
Y yo, desde que me mude, no he encontrado mayor desastre natural salvo alguna amenaza puntual y carente de valor; un riesgo simplemente anecdótico comparado con las brutales consecuencias de una inundación. La única amenaza que es la de algunas gentes que tienen la responsabilidad de actuar, gestionar, coordinar o capacitar sin disponer de los conocimientos necesarios ni de la motivación precisa ni de la familiaridad con el terreno. En todo caso, de gestionar, realizan una gestión fría, basada en intereses propios y que nada tienen que ver con los valores propios de un profesional. Ese es mi diario. Y por cierto, la cabecera de la crónica pertenece a un ciudadano mexicano
Aitor Arjol
Profesional independiente



